Lena Wiget's profile

El libro huérfano

Llego aledificio fumando el último calo del cigarrillo, inhalándolo profundo mientrasel frio me curte el cuero. Ya bajo el portal arrojo la colilla lo más lejos posible.No quisiera que el viento la vuele sobre mi cuerpo de papel y provoque unsuicidio indeseado. Es un hábito horrible el fumar, decía papá durante los ochomeses que duró mi parto, pero si no te mata eso, seguro que otra cosa será. Y cuántarazón tenía. Aquí parado frente al geriátrico entiendo que la muerte que nos imaginamoses en realidad tan solo una especie de oscuro anhelo; la verdadera, en cambio, puedevestir un atuendo tal vez tan negro como el que sospechamos, pero con bordadosinconcebibles. A veces pienso –con suficiente culpa- que hubiera sido mejor quepapá muriera con sus pulmones chamuscados pero conservando, hasta su últimorespiro, toda esa creatividad cargada de sentido y sombra que nunca dejo deexprimir. Aquella sin la cual hoy no estaría yo aquí.

Mirando el portalme doy cuenta que olvidé el código de entrada. Me maldigo por ser tanolvidadizo. Sin embargo es algo que nos sucede a nosotros los libros. Solo recordamoscon claridad y sin esfuerzo aquello que llevamos escrito en el cuerpo; el restode la información nos es tan frágil como a los humanos. Me lanzo a adivinar lacombinación apretando compilaciones de números y letras pero es inútil, se memezclan fechas y antiguos códigos de otras puertas. Que ironía amarga norecordar el código que abre la puerta a un sitio donde sus inquilinos han perdidola memoria.

El viento frio metambalea con su soplo húmedo. Aprieto fuerte mis tripas de papel y ajusto elcinturón que me ayuda a mantenerme cerrado. No tendría que haber venido hoy,este viento puede despedazarme, o peor aun la lluvia que comienza a amenazar. Yahe tenido pesadillas donde voy en medio de una tempestad sin lugar donderesguardarme, corriendo mientras el agua me empapa y desfigura hasta dejarmeilegible y perdido entre manchones de tinta. Mi peor miedo es perder laidentidad; volverme un trasto inútil sin nadie que se interese o apiade de mípara al menos regalarme un estante donde vivir. Es así, nosotros los librosvivimos con el miedo latente a la meteorología y al olvido de los humanos.

Una enfermera mereconoce desde adentro y se compadece al verme peleando con el código. Apenas bajael picaporte el viento empuja la puerta y la asusta. Me escabullo rápidamente yal cerrarse el cristal detrás de mí, me golpea el olor del interior. Esinconfundible, no podría decir con exactitud a qué huele este sitio, sinembargo a mí siempre me ha parecido un olor a juventud remota y sala de espera.– Gracias, le digo mientras comienzo a atravesar el pasillo de suelosalfombrados.

Al pasar por lacocina entro un instante a saludar a mi amiga la tostadora. Me asomo y veo que duerme desenchufada. Nos hicimosbuenos amigos conversando durante las noches que pasé aquí durante los primerosmeses. Siempre me ha resultado alguien asombrosamente positiva y alegre; talvez por eso buscaba su compañía aquellas primeras noches. Llegó aquí hace unos cuantosaños gracias a una enfermera que la encontró en la calle. Según me comentó unanoche, su dueño la había cambiado por un modelo más moderno. Hay que ser unatostadora abandonada en la basura para apreciar el gesto de aquella enfermera. Supongoque por eso mi amiga es tan feliz en este lugar.

Finalmente llegoa la habitación número 14 de la planta baja. Golpeo la puerta antes de abrirlasuponiendo que el sonido llegándole desde tan bajo le revelará quien lo havenido a visitar. Abro y lo veo sentado ensu silla junto a la ventana. Respiro hondo, me desabrocho el cinturón que comprimíamis hojas y lo llamo por su nombre. No, no se gira ni tampoco parece percatarseque alguien ha entrado.
Se aprende a asimilarlas estampas que el paso del tiempo va sellando en nuestros seres queridos, esasque los transforma en existencias cada día más pequeñas e inmaculadas; noobstante, créanme que es una puñalada ver la mirada de quien te amó y crió, esquivartecomo si fueras un cristal; o peor aún, reconocerte como un raro objeto quenunca solicitó. En esa ausencia de vida me irrumpe como una contrafuerza losrecuerdos más enérgicos de papá. Veo sus manos escribiéndome mientras vatomando forma la espina dorsal de mi personalidad, llenando cada una de miscasi trescientas hojas con ese mundo que solo él veía con tanta claridad e ímpetu.

Se requiere de nerviopara no sucumbir frente a un fantasma, y mamá parece no tenerlo. No la culpo. Decidiódejar de venir a visitarlo justificando que la persona que vive allí no es lamisma que conoció a lo largo de sesenta años. La demencia que se apoderó delhombre que yo ahora veo sentado junto a la ventana, también se ha robado todassus cualidades.

Le acomodo unabufanda alrededor del cuello y abro la ventana para que el aire frio de latarde ventile el cuarto. Ya me han regañado por hacer esto, pero supongo que lasenfermeras son insensibles al aire que se respira en estos cuartos y el cual noaprendo a soportar.

Cierro la ventanamientras le pregunto a papá si quiere un chocolate. Solo se oye mi voz en elcuarto. Del armario saco la caja de bombones que traje en la última visita y notoal abrirla que faltan más de los que recuerdo haber dejado. Elijo uno conrelleno de dulce de leche y se lo llevo a la boca. Papá tensa los labiosobligándome a empujar el bombón hasta que finalmente perciben el sabor dulce y entoncesceden. El relleno espeso parece pegársele entre los dientes y veo quelentamente alza la mano derecha e intenta quitárselo con los dedos. Mientrasremueve el caramelo de los dientes se gira y me sonríe como un niño que buscacomplicidad. He aprendido a valorar esos instantes de felicidad tan fugaces perovisiblemente reconocibles, siento que son chispazos de felicidad en una vida enflaqueciday de la cual supongo que también él es consciente.

Leí hace unosmeses que la lectura u otras actividades cognitivamente estimulantes ayudan amantener los niveles de una proteína vinculada con el mal de Alzheimer. Es poreso que en cada visita procuro leerle algún libro. Hoy, sin embargo, elijo leermea mí, su sonrisa de hace instantes me llenó de necesidad a que me reconozca. Meacomodo sobre el pequeño estante que hay bajo la ventana, y abriéndome en ladecima página comienzo a recitar en voz alta:

No quisiera, créanme, sentirel nervio que empuja para que aparezcan estas palabras. Pero a veces ellas sonun amparo, o el grito cohibido en la noche. El silencio que las viste jamáscomulga con el ruido que las empuja o la necesidad que las libera paraatesorarlas en un papel. Me pregunto qué es la decisión. ¿Una ventanarespirando?, ¿una vela amarilla tiritando?, ¿un vaso despertándose?, ¿alguien?Cuando la mirada se marcha con el humo que brota por la boca, las manos arrimanel hombro a esa alma inquieta. Siempre dispuestas a satisfacer la necesidad; si el coraje lo permite.Las palabras que nacen traen alivio, y son las manos las que salen al socorrodel escritor, recordándole que ellas existen, aun, siempre, afortunadamente.Son un guiño de ojo. Quien escribe siempre lo hará desde su soledad, suspalabras podrán evocar multitudes, pero siempre serán articuladas por las manosde un hombre en silencio.

Cuando parpadeo y pienso en el vientre que las gesta, no deja de resultarmecurioso que nunca viene el recuerdo del nervio que las empujó. No llegan másque los colores que repasan, las sombras que conciben, los sentimientos queencharcan. Escribir no es solo una forma de vivir, sino también de revivir.


Continúo leyendo unos minutos más pero el sueño me vence. Al despertar mecuesta entender dónde estoy. Me giro y veo un vaso con agua sobre la mesa. Elpaisaje ya casi oscuro del parque a través de la ventana me devuelve a la realidad.Papá sigue sentado en el mismo sitio pero ahora me mira fijamente, a mí. Lo veoy creo leer palabras en sus ojos acuosos. Hola,me dice con una voz áspera que desentona con la mueca suave que la verbaliza. Hola, respondo tomándole la mano. 1…2…3…4…seinclina hacia atrás en su silla y noto su mano relajarse mientras vuelve a supostura lejana.

Mi papá, el escritor Sebastián Salvador, murió unas semanas más tarde.Cuando lo leí en el periódico no sentí tristeza, sino soledad. La muerte de tucreador te deja como único lazo.

Aquel noviembre llovió casi a diario, lo cual me obligo a quedarme en casa durantedías enteros por el miedo latente a perder mi propia memoria.
El libro huérfano
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El libro huérfano

(e) Sebastián Salvador (i) Ana Lucía Sánchez Vargas

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